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  • "El Limonero" dirigida por Eran Riklis

jueves, 29 de noviembre de 2007

Yo soy fan de Salinas

Desde que Carlos Salinas de Gortari dejó la presidencia de México, han sido pocas las apariciones que ha hecho. Estuvo en un exilio obligado durante algún tiempo y decidió envolverse en un velo de misterio y lejanía. Pocas personas, fuera de su círculo cerrado lo han visto en público desde entonces. Algunos en conferencias que ha dado, sobre todo fuera del país, en algunas entrevistas que dio el año pasado, pero su aparición estrella en medios de comunicación la hizo en el año del 2003, con una historia que se conoce poco y la cual no deja de ser sorprendente.

El 21 de septiembre de 2003, en el suplemento Enfoque del periódico Reforma, Carlos Salinas de Gortari, de su puño letra, relata la manera en la que intervino para rescatar a dos pequeños secuestrados por su padre. En la anécdota los personajes que intervienen, además de la madre, el padre y los hijos, son el mismo Salinas y Fidel Castro. Este suceso se desarrolló entre Boston, Houston, Egipto, el Distrito Federal y La Habana. (Para leer el texto completo acceden la siguiente entrada de este blog.

Después hizo famoso el término “Política ficción” para calificar las acusaciones de Andrés Manuel López Obrador, que lo hacen el “innombrable” generador de la campaña en su contra. Y recientemente estuvo en Oxford, brindando una conferencia a los alumnos de dicha institución educativa.

Cuando Salinas sale, llama la atención. Un hombre polémico, culto, inteligente y hábil. Siempre misterioso y, hay que recordarlo, fue el presidente más joven que tuvo México; tenía 38 años de edad.

Con exposición esporádica en medios de comunicación y conferencias en distintas partes, Salinas tenía mucho tiempo en que no hacía apariciones en público, distintas a las ya mencionadas. Va a cumplirse una semana (éste sábado) de que fue invitado por un grupo de ejidatarios a visitarlos y degustar tradicionales viandas. Salinas voló al Batopilas, donde convivió con los habitantes, nuevos y viejos, que lo recibieron con mucho entusiasmo, en ese ejido del estado de Coahuila, que él ayudó a formar en 1976, con proyectos comunitarios, de organización social y cooperativas.

Salinas de Gortari fue acompañado por el gobernador de la entidad Humberto Moreira, quien dijo que hace falta otro presidente como Salinas, “durante su mandato la obra pública y social creció exponencialmente y, vean ahora, la diferencia, se ha ido para abajo”, además de agregar que era un honor tener al expresidente como visitante, “en mi calidad de gobernador y de priísta”, dijo Moreira.

En el comentario de la nota, que no ocupó los titulares, pero si grandes espacios interiores y en columnas, varios amigos de la burocracia federal, de la política en diversos partidos y profesionistas, elogian a Salinas por su inteligencia, pero, ahora con el tiempo, sobre su visión de estado, su proyecto de nación además de reprocharle otras cosas, pero de los amigos presentes, la mayoría, salieron del clóset para decir “yo soy fan de Salinas”, tal y como lo hiciera Moreira, dejando en claro que tener un presidente como él, sería benéfico para el país.

Quien iba a decir, que el hombre más satanizado desde 1995 y el más criticado por los panistas, a 19 años de haber asumido la presidencia de México, siga teniendo fans.

ULTIMALETRA

Gustavo Madero, flamante senador de la república, se encuentra hoy en el ojo del huracán. Y no por su labor como senador (de la cual no hay NINGUN logro) sino por unos espectaculares donde se pone a la orden de los chihuahuenses como “Tu senador”. El Gus, como le dicen sus amigos, es el más acelerado en buscar la gubernatura en 2010 y, se dice, ha contratado a Antonio Solá para que sea su consultor de imagen. Dada su fama de que es “codo”, dudo que esté pagando los honorarios de tan caro consultor, además de que dudo haya sido el español quien realizara el diseño de sus espectaculares, que por cierto dejan mucho que desear. El punto central es que está violando la ley, misma que él aprobó y que ahora se pasa por ese famoso arco parisino. Un legislador violando la ley porque quiere ser gobernador, ¿qué tal?

Drama y solidaridad en La Habana


Por Carlos Salinas de Gortari
Tomado de Reforma.com

(21-Sep-2003).- A principios de junio de 2003 recibí en mi casa una llamada desde Estados Unidos. Era Emiliano, mi hijo, quien cursa el doctorado en economía en la Universidad de Harvard. Me dio una noticia que de inmediato atrajo mi interés: Andrés Antonius, un antiguo colaborador en la negociación del TLC, deseaba conversar conmigo. A los pocos días Antonius visitó mi casa, donde desayunamos en compañía de mi esposa Ana Paula.

Andrés Antonius trabaja en Kroll, la empresa internacional de investigaciones. Esa mañana nos relató una historia sobrecogedora: una pareja de ciudadanos estadounidenses se divorció en la primavera de 2001. Ambos recibieron la custodia legal de sus dos hijos; a ella la ley le concedió, además, la custodia física. El 23 de agosto de 2001, apenas consumado el divorcio, él secuestró a los pequeños y en un avión rentado se los llevó al país de origen de su familia paterna: Egipto. Después de dos años, y a pesar de sus esfuerzos permanentes, la madre no lograba recuperar a sus hijos. Andrés tenía información de que el padre y los niños habían dejado Egipto y ahora se encontraban en Cuba. Solicitaba mi ayuda para confirmar la noticia y, en su caso, poner a los hijos en manos de su madre.

Antonius me dejó una carpeta con varios legajos. Le ofrecí verlos antes de ponerme en contacto con él. Esa misma tarde los revisé con cuidado. Ahí estaban el acta de divorcio junto con las resoluciones de cortes estadounidenses y egipcias a favor de la madre. Al final, una carta suscrita por más de 50 senadores estadounidenses, dirigida al Presidente de Egipto.

Los documentos permitían establecer un recuento puntual de los hechos. A los pocos días del secuestro, Cornelia, Nina Streeter, la madre, había obtenido de una Corte estadounidense la custodia legal y única de los niños: Henry, de nueve años, y Victoria, de siete. Anwar Wissa Jr., el padre, era perseguido por crímenes tipificados en las leyes de Massachusetts: "secuestro ejercido por alguno de los padres" y "fuga para evitar proceso". El 3 de diciembre de 2001 la Interpol expidió una orden de arresto contra Wissa. En ella se alertaba: "Cuidado: es una persona con tendencias suicidas".

En el otoño del 2001, Wissa le exigió a su ex esposa, la señora Streeter, un pago por más de un millón de dólares a cambio de regresarle a sus hijos. El FBI contaba con grabaciones y notas que probaban el intento de extorsión. Entre el invierno de 2001 y la primavera de 2002, Wissa obtuvo pasaportes egipcios para él y los niños. En vísperas del verano, solicitó a la Corte egipcia la custodia de sus hijos. Todo apuntaba a que la permanencia de Wissa en Egipto fuera definitiva y a que mantuviera el control absoluto sobre los niños. Sin embargo, Nina no se dio por vencida: en abril de 2002 una Corte Federal de Estados Unidos lanzó cargos contra Wissa por extorsión y por secuestro internacional. Fue entonces cuando Nina decidió viajar a Egipto y litigar la suerte de sus hijos en las Cortes de ese país. En diciembre de 2002, en una acción inesperada y digna de elogio, la Corte Islámica rechazó la petición de Wissa y concedió la custodia legal de Henry y Victoria a la señora Streeter.

Entre enero y mayo de 2003, Nina permaneció en Egipto para exigir que, en cumplimiento a la orden de la Corte, le fueran entregados sus hijos. Por esos días, el gobierno de Egipto le confirmó al embajador de Estados Unidos en El Cairo que existía una orden de arresto contra Wissa. Con tenacidad extraordinaria, Nina promovió y obtuvo la carta ya citada, dirigida al Presidente de Egipto, donde 52 senadores solicitaban la intervención del mandatario. Encabezaban la lista John Kerry, senador por Massachusetts (estado natal y de residencia de Nina) y la senadora Hillary Rodham Clinton. Llamaba la atención, por cierto, la ausencia del senador Edward Kennedy, también de Massachusetts.

Pero una vez más los acontecimientos desbordaron el curso legal. Wissa abandonó Egipto en compañía de Henry y Victoria, el 23 de diciembre de 2002. Para cuando los senadores estadounidenses firmaron la carta dirigida al Presidente egipcio, el padre y los niños ya estaban en Cuba.





Contacto en Houston





Esa tarde de junio, tras concluir la lectura de los documentos, decidí que era de justicia actuar. Antes, era necesario verificar plenamente la información. Le pedí a Andrés Antonius una entrevista con Nina Streeter. El lunes 23 de junio, a las ocho de la noche, nos reunimos los tres a cenar en el restorán del Hotel Four Seasons, en Houston, Texas.

De Nina me sorprendió su fuerza y sentido del humor, cualidades que conservaba a pesar del drama vivido a lo largo de dos años. Nació en un pequeño poblado al norte de Boston. Su padre, un distinguido abogado bostoniano, había muerto un par de años antes, pero ella se mantenía cerca de su madre y sus dos hermanos. Daba pruebas de poseer una sólida conciencia cívica, resultado de la intensa participación de sus padres en labores comunitarias. Egresada de la Universidad de Harvard, había sido campeona nacional de remo. Tenía un título superior del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y se desempeñaba en el campo financiero. Fuera del trabajo, consagraba su vida a convivir con sus hijos. Y ahora tenía ya más de dos años sin verlos.

Esa noche conversamos en una mesa ubicada en un extremo del restorán. Muy pronto la conversación llegó al tema que nos había convocado. De inmediato, el rostro de Nina dejó ver todo el dolor padecido por la ausencia de los hijos, pero también la rabia ante los desengaños sufridos. Escuché con atención el relato de su matrimonio con Wissa, la separación, el divorcio, el rapto de los niños, la angustia, la indignación ante los intentos de extorsión de su ex marido y ante el incumplimiento de las leyes en Egipto. Luego supe que, en los primeros días de su estancia en ese país, le hicieron creer que le regresarían a los pequeños en cuestión de horas, promesa que para ella concluyó en desilusión.

Le pregunté a Nina si tenía la certeza de que sus hijos estaban con Wissa en Cuba. Sin palabras de por medio, extrajo un sobre de su portafolios. Me lo entregó. Mi sorpresa fue enorme: el sobre contenía varias fotos de Henry y Victoria. De inmediato reconocí el lugar donde se hallaban: la Marina Hemingway, al oeste de La Habana. No había más que preguntar. Era urgente entrar en contacto con las autoridades cubanas para ponerlas al tanto de los hechos y lograr el rescate de los niños. Nina insistió en el riesgo de que el padre abandonara Cuba en cualquier momento. Aún ignorábamos que, de acuerdo a las leyes de Egipto, al cumplir Henry 10 años (cosa que sucedería en un par de meses) caería bajo la patria potestad del padre apenas ingresara con él a ese país. El tiempo avanzaba en nuestra contra.

Por mi parte, estaba seguro de que en cuanto el Presidente Fidel Castro, hombre de una probada entereza moral, se enterara del secuestro de los niños y de su ocultamiento en suelo cubano, actuaría a favor de las razones éticas y jurídicas que asistían a la madre. Confirmada la presencia de Henry y Victoria en Cuba, le ofrecí a Nina que al día siguiente, martes, volaría a la isla para tratar de obtener una entrevista con Fidel Castro.

Nina reaccionó con mesura. Aunque agradeció mi actitud, era claro que las frustraciones vividas hasta entonces la habían enseñado a no alentar demasiadas esperanzas con facilidad. Antes de despedirnos, le pedí que permaneciera con Andrés Antonius en Estados Unidos mientras intentaba mediar ante el Presidente Castro. Si la respuesta era favorable, debía prepararse para recibir a los niños en el corto plazo. Yo tenía fundadas razones para suponer que la respuesta cubana sería de absoluta solidaridad con el drama de Nina.





Elián, al revés





Conseguí un avión privado y acordé con los pilotos salir de Houston a la mañana siguiente, muy temprano, volar a Cancún y de ahí emprender de inmediato el vuelo rumbo a La Habana. Así se hizo: a las 9:30 horas del martes 24 de junio despegamos. Dos horas después llegamos a Cancún, donde cargamos combustible antes de salir hacia La Habana. A las 14:00 horas aterrizamos en el aeropuerto de la capital cubana. En cuanto pude, llamé a la oficina del Presidente Fidel Castro. Pedí hablar con su secretario particular, Carlos Valenciaga. Este joven de 29 años se caracteriza por su eficiencia, su buen trato y, sobre todo, por su talento para reconocer las prioridades. Respondió a mi llamada. "Tengo un asunto muy urgente que tratar con el Comandante", le dije. Prudente, no me pidió detalles por teléfono. Me dijo que no me moviera del lugar donde me encontraba, que en breve tendría noticias suyas.

Así fue: a las 17:00 horas, Valenciaga me llamó para pedirme que estuviera pendiente, pues todo indicaba que podría concretarse una cita para esa misma noche. A las 19:00 horas me llamó de nuevo: al parecer, el encuentro se llevaría a cabo en un par de horas. Quince minutos antes de las nueve me confirmó: sería recibido en la oficina del Comandante Castro, en el Palacio de las Convenciones de La Habana. Por fortuna me encontraba muy cerca del lugar. Salí de inmediato en compañía de mi amigo Luis Martínez.

Los guardias de seguridad estaban al tanto de mi llegada. Sin más preámbulos descendí del automóvil, entré al recibidor del Palacio y por el ascensor llegué al primer piso. Aunque ya conocía esta oficina, me volvió a impresionar su sobriedad. Cubierta de maderas y con piso de granito pulido, es una oficina sin lujos innecesarios. Su austeridad refleja la doble condición del hombre que la ocupa: un Presidente y un revolucionario.

El Comandante Fidel Castro esperaba de pie al final del largo pasillo, junto a una mampara que divide ese espacio. Me saludó con su acostumbrada gentileza y pasamos a un pequeño salón, donde ocupamos unas sillas forradas de cuero burdo. Nos sentamos. Valenciaga ocupó un asiento cercano.

Dedicamos unos cuantos minutos a conversar sobre diversos temas. Enseguida, el Comandante me pidió que le hablara del asunto que me traía frente a él con tanta urgencia. Le hablé de Nina, de su divorcio, del secuestro de los niños a Egipto y de la actual presencia de Henry y Victoria en Cuba. Al llegar a este punto, Castro, que escuchaba atento y sereno, reaccionó: ¿cómo era posible que dos niños norteamericanos secuestrados se encontraran en su país? Me limité a mostrarle las fotos de los niños en la Marina Hemingway. Al verlas, el Comandante saltó de su silla. Su sorpresa fue mayúscula: "¿Te das cuenta, Salinas? ¡Esto es como lo de Elián pero al revés!".

Su frase no dejaba dudas sobre la importancia que de inmediato le concedió a los hechos. Había razones: a brazo partido, el Comandante había luchado junto al pueblo de Cuba para conseguir que el gobierno de Estados Unidos regresara al niño Elián González con su padre. Yo fui testigo de las movilizaciones en las que cientos de miles de cubanos exigieron justicia; presencié también el emotivo momento del retorno de Elián a la patria, en compañía de su padre. El caso Elián representaba para los cubanos un acto de apego a sus principios y a su soberanía. Frente a tal antecedente, la presencia en Cuba de dos niños secuestrados cobraba un enorme significado. "Esto no puede permitirse en este país", remató Castro, "nunca seremos utilizados como refugio de secuestradores, mucho menos de quienes secuestran niños. Además, el pueblo norteamericano apoyó de manera masiva el regreso de Elián... Tenemos una deuda de gratitud con ellos", concluyó.

Frente a esta reacción, me quedó muy claro que el Presidente Castro no tenía noticia alguna del caso. La presencia en Cuba de los niños secuestrados era una verdadera sorpresa para él. Ya recuperado del primer impacto, me pidió más detalles. Abundé en el fundamento legal de la solicitud de Nina. En fotocopias, le mostré el acta de divorcio, las sentencias de las cortes de los Estados Unidos y de Egipto, así como la carta en la que los senadores estadounidenses demandaban la devolución de los niños.

El Comandante revisó con atención cada documento. Al final, entrada ya la medianoche, me aseguró que solicitaría informes de inmediato. Me pidió que no me moviera del lugar donde me alojaba y que esperara noticias suyas. Nos despedimos en medio de la incertidumbre sobre el paradero de los niños y su situación.





"El padre ha sido detenido"





Esa noche no pude conciliar el sueño. Ante la reacción tan decidida del Presidente Castro, sabedor de su determinación para actuar, pensé en la conveniencia de que Nina estuviera cerca de la isla. A las 2:00 horas le llamé por teléfono a Andrés y le pedí que se trasladara de inmediato a la Ciudad de México en compañía de Nina. Sin darle más detalles, temeroso de que alguien pudiera intervenir la llamada, le hice ver que había buenas perspectivas. Nina y Andrés partieron de Estados Unidos hacia México a las 8:00 horas. Se estimaba su arribo alrededor de las 17:00 horas, tiempo de Cuba, 16:00 horas en México.

A las 9:30 horas recibí una llamada. Era de la oficina de Valenciaga. Tomé el auricular y esperé unos segundos. Entonces escuché una voz que no era la de Carlos. "¿Quién habla?", pregunté. Alguien respondió lentamente: "Aquí hay algo raro...". Reconocí la voz de Fidel Castro. Pero esa frase me había inquietado: "¿Algo raro?". Eso podía significar que la información proporcionada no era cierta, o bien que la situación de los niños no era la deseable. Pronto se aclaró todo. Castro reconoció mi voz y me dijo: "Salinas, no era contigo con quien quería hablar... todavía". El caso es que, en su afán de ser discreto, el Comandante había solicitado que lo comunicaran "con la persona con la que hablé anoche". Se refería a un cercano colaborador del área de seguridad, a quien le había llamado para solicitarle una investigación sobre los niños. Aclarado el malentendido, me dijo que muy pronto tendría información precisa y me pidió que acudiera a su oficina a las 10:00 horas.

Me trasladé al Palacio de las Convenciones, adonde arribé a la hora señalada. Al entrar a su despacho, Castro me recibió animado: "Los niños se encuentran bien y ya están a salvo", dijo con entusiasmo. "El padre ha sido detenido, pero sin violencia y sobre todo sin que los niños se dieran cuenta de la acción. Hemos sido muy afortunados". Recibí la noticia con enorme alegría. Pronto, muy pronto, Henry y Victoria podrían reunirse con su madre. Lamenté, sin embargo, no poder transmitirle de inmediato la buena nueva a Nina, quien en esos momentos volaba de Boston a la Ciudad de México en compañía de Andrés.

Esa misma mañana, el Comandante me relató con más detalle los hechos. La noche anterior, apenas dejé su despacho, llamó a los responsables del área de seguridad y les pidió información sobre Wissa y los niños. Se le informó que, en efecto, a finales de diciembre habían ingresado al país como turistas; desde entonces Henry y Victoria vivían en un pequeño bote anclado en la Marina Hemingway. Para distraerlos durante el día, el padre había conseguido que les dieran clases de español; por la noche él salía a divertirse, mientras ellos permanecían encerrados en la embarcación. Los pequeños habían hecho amistad con Alexis, un marinero cubano que trabajaba en la marina.

Ya era casi de madrugada cuando los cuerpos de seguridad confirmaron que Wissa y los niños se encontraban en el bote. De inmediato se organizó un operativo discreto pero firme. Un grupo de seguridad se presentó en la marina por la mañana y le pidió a Wissa su documentación migratoria; era necesario, le dijeron, que los acompañara a las oficinas de Migración. Wissa entró al bote a recoger los pasaportes. Al salir, venía acompañado de sus hijos. Algo había presentido, al parecer, pues insistió en que los niños lo acompañaran. Las autoridades les hicieron saber que Wissa debía asistir a una revisión sanitaria de rutina. Ante la reiterada súplica de los pequeños, las autoridades aceptaron que ellos también hicieran el viaje. No obstante, les hicieron ver que no cabían todos en el mismo vehículo. Wissa viajó en un automóvil y sus hijos en el que lo seguía. Al abandonar la marina, el carro de Wissa se dirigió a un centro de detención, mientras que el de Henry y Victoria se encaminó a un hospital cercano. Se les dijo que ellos también debían pasar un examen médico. Fue así como las autoridades cubanas lograron capturar a Wissa, sin que los niños presenciaran una acción que para ellos habría resultado traumática. El operativo había concluido unos minutos antes, a las 9:35 horas.

Con decisión, el Presidente Castro me aseguró que los pequeños serían entregados a su madre de inmediato, apenas se confirmara plenamente la información proporcionada por ella. El padre sería sometido a juicio por los delitos cometidos en suelo cubano. "Este hombre puso en peligro la seguridad del país", comentó.





Fallas de comunicación





El Comandante me hizo saber que había solicitado toda la información sobre la presencia de los niños en la isla. Al revisar sus archivos, las autoridades descubrieron que la Sección de Intereses de los Estados Unidos en Cuba había preguntado, en notas enviadas a fines de marzo de 2003, sobre el posible paradero de Henry y Victoria. En una nota posterior, fechada el 25 de abril del mismo año, el Departamento de Estado de Estados Unidos le hacía saber por primera vez al gobierno de la isla que los niños habían sido secuestrados por su padre. Ese mismo día, de acuerdo al informe fechado el 5 de mayo que las autoridades cubanas le hicieron llegar a las de los Estados Unidos, Wissa viajó a Panamá, pues había vencido su visa de estancia turística en Cuba. No había indicios de que las autoridades estadounidenses hubieran llevado a cabo alguna investigación en Panamá, donde tienen tanta presencia; tampoco señales de que las autoridades migratorias panameñas hubieran recibido el boletín en el que la Interpol informaba del secuestro de los niños y solicitaba la detención de Wissa. Más aún: la nota enviada por el gobierno de Estados Unidos en abril, tenía prácticamente la misma fecha que la carta en la que los senadores estadou-nidenses le solicitaban al Presidente de Egipto la entrega de los pequeños.

Más allá de la falta de comunicación y de acción exhibida por las autoridades estadounidenses, el Comandante expresó que algunos funcionarios menores de la isla habían actuado con cierto descuido, al no percatarse, cuando Wissa regresó de Panamá a Cuba, de que éste había sido reportado como una persona perseguida por el secuestro de dos niños norteamericanos. Sin embargo, y en descargo de ello, hay que considerar que en esos momentos, una serie de acontecimientos que implicaban serios riesgos para Cuba tenía lugar en el ámbito internacional. Quizá fue por esta razón que el ingreso de Henry y Victoria no despertó señales de alarma entre las autoridades cubanas. La noche anterior yo mismo había atestiguado la sorpresa del Comandante al enterarse del caso. Por si esto fuera poco, la diligencia con la que abordó el problema confirmó que para él un asunto así no era irrelevante; por el contrario, revestía una enorme importancia.

El Presidente Castro había invertido varias horas de la noche y la madrugada en el análisis de los documentos que le proporcioné. "Le puse mucha atención a los detalles", me dijo. En realidad, no durmió durante toda la jornada. Ante la urgencia de los hechos y sin la asistencia de un traductor, tuvo que recurrir a su empolvado manejo del inglés, lengua que, al parecer, no practicaba desde sus años de estudiante de derecho, cuando se esforzó en aprenderla para poder leer una biografía de Lincoln. Esta vez su objetivo no era menor: comprender la nota biográfica que Nina había incluido en su reporte. A partir de la lectura de los documentos, el Comandante había redactado a mano un amplio boletín destinado a la prensa, en el que daba cuenta de los hechos.

Mientras se mecanografiaba la nota, conversamos ampliamente sobre estas buenas noticias y abordamos otras no tan alentadoras: la guerra en Iraq; la alarmante expansión, en aquel país y en el Medio Oriente, de una "cultura del suicidio"; las presiones lanzadas contra Cuba. De vez en cuando, el Comandante se interrumpía para revisar y corregir el boletín. Finalmente quedó listo. Con sensibilidad fuera de serie, las autoridades decidieron omitir cualquier fotografía de los niños para proteger su identidad (poco después supimos que una cadena de televisión estadounidense las difundió).

Fidel Castro no deseaba que pasara más tiempo sin anunciar a la prensa los hechos. Cualquier indiscreción, cualquier intento de desvirtuar los hechos y hacerle creer al mundo que Cuba le daba refugio a un estadounidense que había secuestrado a sus propios hijos, tendría consecuencias muy adversas. Aunque comprendí la urgencia de dar a conocer la información, le hice ver al Presidente la inconveniencia de difundir el boletín antes de que la madre supiera que sus hijos estaban a salvo y que podía reencontrarse con ellos. Castro entendió. No obstante, me aseguró que no podía posponer la divulgación de la noticia más allá de las 19:30 horas, pues ya se había convocado a la prensa y a esa hora los noticieros nacionales y los medios internacionales aguardarían impacientes el anunciado boletín. En ese momento eran las 16:00 horas, tiempo de Cuba, 15:00 horas en la Ciudad de México.

Según lo previsto, Nina llegaría a la capital mexicana una hora después, a las 16:00 horas (tiempo de México), lo que dejaba un tiempo apenas suficiente para hablar con ella. Era muy importante asegurarnos de que nada (alguna filtración de la noticia, por ejemplo) impidiera que Nina se encontrara volando rumbo a La Habana a más tardar a las 19:30 horas, tiempo de Cuba.

Desde el celular de Carlos Valenciaga me comuniqué a la Ciudad de México con mi asistente, Adán Ruiz, quien aguardaba el arribo de Nina. Me comentó que el avión, un vuelo comercial, llegaría con media hora de retraso. El traslado en automóvil del aeropuerto internacional Benito Juárez al aeropuerto Adolfo López Mateos de Toluca (de donde parten casi todos los vuelos privados) requería aproximadamente dos horas, debido al tráfico salvaje que suele atrofiar las calles de la megalópolis. Esto nos ponía en el límite de la hora pactada con la prensa. Le di instrucciones a Adán para que, a nombre de Nina, rentara un helicóptero de la Ciudad de México a Toluca. La medida nos permitiría ahorrar al menos una hora y media. Al poco tiempo, Adán me confirmó que el helicóptero ya estaba listo, en un sitio cercano a la pista donde aterrizaría el avión en el que viajaba Nina. Eran las 17:30 horas en La Habana.





"Nina, tus hijos te están esperando"





El Comandante quiso visitar el hospital donde se encontraban los niños. Salimos en su automóvil, un viejo Mercedes Benz. En pocos minutos llegamos al Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas, CIMEQ, un moderno hospital ubicado en la zona oeste de La Habana. Conocía bien este eficiente centro hospitalario rodeado de jardines y palmeras reales: aquí, siete años atrás, nació mi hija menor, Ana Emilia Margarita.

En el CIMEQ aguardaba un grupo de médicos y de trabajadores sociales, encabezados por una pediatra. El Presidente Castro no pidió ver a los niños, quienes se encontraban en las habitaciones del primer piso. Se sentó en una pequeña sala situada en la planta baja del hospital. Ahí, escuchó con atención el reporte de las doctoras. Henry y Victoria preguntaban constantemente por su papá. Se les dijo que a Wissa lo estaban revisando en otro hospital. A lo largo del día, los niños se habían mostrado tranquilos y jugaban en sus habitaciones o en los jardines del lugar.

El Comandante habló entonces con Alexis, el marinero, un tipo joven que se mostraba serio y seguro. Castro le hizo algunas preguntas acerca de la actitud y la personalidad de Wissa. Alexis comentó que era un hombre de carácter. "¿Cómo lo sabes?", inquirió el Presidente. El marinero respondió con aplomo: "Porque he conversado con él y lo he visto actuar". Castro agradeció la información.

Decidimos trasladarnos a un lugar que me permitiera tener una conversación telefónica segura con Nina. Su avión estaba por aterrizar en la Ciudad de México. Me comuniqué con Adán, mi asistente. Me informó que el avión había aterrizado, pero lo habían estacionado en la parte más lejana del aeropuerto. Los pasajeros tardarían alrededor de media hora en descender y pasar migración y aduana. Además, un fuerte chubasco amenazaba con caer de un momento a otro, lo que con seguridad impediría que el helicóptero despegara. Todo parecía confabularse en contra nuestra. Eran las 18:15 horas en Cuba. En poco más de una hora el boletín comenzaría a circular.

Comenté las novedades con Fidel Castro. Cuarenta minutos después, llamó Adán. Nina y Andrés Antonius ya estaban con él. Le pedí que se fueran directamente al lugar donde aguardaba el helicóptero, para consultar con el piloto la posibilidad de despegar hacia Toluca. Por ningún motivo, insistí, debían arriesgarse a volar si las condiciones eran adversas. Esperé unos minutos. Cuando volví a llamar, escuché con alivio el motor del helicóptero en marcha. En medio del estruendo, Adán alcanzó a confirmarme que el cielo se había despejado y estaban ya en ruta hacia el aeropuerto de Toluca.

Minutos después el helicóptero aterrizó en un hangar privado. Sentí que era el momento de tener una conversación telefónica confiable con Nina. En cuanto ella tomó el auricular le dije: "Nina, tus hijos te están esperando". En su voz percibí una mezcla de incredulidad y esperanza: "¿En verdad?". Le confirmé lo dicho. Se hizo el silencio y enseguida pude darme cuenta de que se ahogaba en sollozos. Tratando de contener la emoción, le comenté que las autoridades cubanas estaban listas para entregarle a Henry y a Victoria. "¿Estás decidida a viajar a Cuba?", le pregunté, sabedor de que los ciudadanos norteamericanos tienen restricciones de su gobierno para viajar a la isla. "¿Me lo preguntas en serio?", respondió. Y con voz decidida agregó: "¡Si fuera necesario iría por ellos nadando!".

Le dije que ahí mismo la aguardaba un avión privado para traerla sin demora a Cuba. Nos despedimos con la seguridad de que en un par de horas llegaría a La Habana para reunirse con sus hijos. Colgó y de inmediato abordó la aeronave, acompañada de Andrés Antonius. Por mi parte, le pedí a Adán que me llamara en cuanto el avión despegara. Eran las 19:25 horas en Cuba. Yo estaba junto al Comandante, quien esperaba ansioso la confirmación de que Nina estaba en camino. Los minutos se hacían eternos. Volví a tomar el teléfono. Adán me dijo que el avión, con los pasajeros a bordo, se había dirigido al sitio donde se realizan los trámites migratorios, y que en ese momento lo había perdido de vista. "Ahora lo puedo ver", comentó de pronto, y antes de que concluyera escuché los motores del avión que despegaba. Sin colgar, me volví hacia Castro: "Nina ya despegó", le dije.

Compartimos la noticia con alegría. Sin perder tiempo, el Presidente ordenó que la nota oficial se enviara a los noticiarios cubanos y a la sala de prensa internacional. El mundo conoció entonces la historia de Nina, Henry y Victoria, así como el feliz desenlace de su drama.





El reencuentro





Castro convino en que fuera yo el encargado de recibir a Nina y Andrés en el aeropuerto José Martí de La Habana. Desde ahí, la llevaría de inmediato al CIMEQ, sin otra compañía que la de Carlos Valenciaga. Me comprometí con Castro a llamarle después del recibimiento.

Llegué con Carlos al aeropuerto un poco antes de las 22:00 horas. Aguardamos en un pequeño salón del área de protocolo. No esperamos mucho. A las 22:00 horas en punto aterrizó el avión. Al pie de la escalerilla recibí a Nina con un largo y emocionado abrazo. Saludé con afecto a Andrés y les presenté a Valenciaga. Sin más preámbulos, le dije a Nina que estábamos listos para llevarla con sus hijos. Antes que nada, me preguntó por la salud y el estado de ánimo de los niños. Mi respuesta la tranquilizó. Abordamos la camioneta. No había tiempo que perder.

El recorrido duró casi media hora. En el trayecto, le contamos a Nina los detalles del rescate. Además, le expliqué los motivos por los que las autoridades cubanas habían considerado indispensable emitir un boletín oficial. Traía una copia conmigo. Yo iba al volante, así que le pedí a Andrés que tradujera el texto al inglés. Ella escuchó con atención. Al final, dijo comprender plenamente las razones por las que era indispensable dar a conocer los hechos, al tiempo que agradeció la decisión de las autoridades cubanas de no entregarle a la prensa ninguna fotografía de los niños.

Llegamos al CIMEQ alrededor de las 22:45 horas. En la planta baja esperaban el director del hospital, las doctoras especialistas y Laurita, una colaboradora de Valenciaga. Los médicos pidieron hablar con Nina antes de que se reencontrara con sus hijos. Le explicaron que, durante los dos años de ausencia, el padre les inculcó la idea de que ella los había abandonado y que no quería volverlos a ver, por lo que era muy probable que ellos se mostraran resentidos, incluso hostiles. Y aun le sugirieron que pensara en una forma "menos brusca" de entrar en contacto con los pequeños. Nina los escuchó, pero luego de agradecer con calidez la atención brindada dijo sin titubear: "Ahora voy a ver a mis hijos".

Se enfiló hacia la escalera que conducía al primer piso, con agilidad inusitada subió los escalones y se dirigió a la habitación de los niños. Los pocos testigos presentes la seguimos a prudente distancia, con pleno respeto al momento que se aproximaba.

Nina entró a la habitación donde estaban Henry y Victoria. Al ver a su madre, ellos no escondieron su sorpresa y lanzaron un grito. Enseguida, Henry la encaró: "No quiero verte", dijo, y se alejó de ella. Luego, Victoria imitó a su hermano. Nina no se movió. Con una exacta dosis de suavidad y firmeza les respondió que los había buscado sin parar durante todo ese tiempo. Los niños no cedían, pero la proximidad de la madre, su actitud cariñosa y sincera, poco a poco logró suavizarlos. Nina les habló de su vida en Boston; luego, abrió un álbum de fotos que llevaba con ella y empezó a mostrárselas y a comentarlas. Victoria fue la primera en reaccionar y se acercó a su madre; pronto estaba en sus piernas. Henry resistió más, pero nuevamente Nina encontró las palabras adecuadas. Finalmente, también él se aproximó y se dejó abrazar.

En silencio y a distancia, unos pocos contemplamos la escena. Nadie pudo dejar de conmoverse ante ese reencuentro que ponía punto final a un doloroso y prolongado drama. No hay nada que pueda semejarse al afecto de una madre por sus hijos, un sentimiento que se construye de manera lenta, cobijado al principio por la tibieza del vientre materno; los hombres sólo podemos compartir ese sentimiento desde nuestra condición de hijos, nunca como padres.

Hacia la media noche de ese miércoles 25 de junio nos despedimos de Nina. Le preguntamos si deseaba pasar la noche en alguna casa o en un hotel; ella, con su proverbial buen juicio, decidió quedarse a dormir en el hospital. Valenciaga y Antonius me acompañaron al lugar donde me hospedaba. Desde ahí le llamé al Comandante. Muy pronto estábamos con él comentando los pormenores del reencuentro. El tiempo pasó como agua. Cuando reparamos, eran ya las 3:00 horas del jueves 26 de junio. Quedamos en vernos más tarde, para comentar el resultado de la primera noche de Nina con los niños.

A las 11:00 horas de ese jueves llegué al CIMEQ. Todo marchaba a pedir de boca. Henry y Victoria parecían haber recuperado por completo la capacidad de comunicarse con su madre. Las autoridades cubanas le dijeron a Nina que podía permanecer en la isla el tiempo que deseara. Sin embargo, ella aseguró que estaba tan satisfecha con la forma en que los niños habían reaccionado, que deseaba regresar con ellos a casa cuanto antes, de ser posible la mañana del día siguiente. No hubo inconveniente: si ese era su deseo, le darían todas las facilidades para partir el viernes. Le propuse a Nina llevar a Henry y Victoria a nadar y jugar un rato. Le gustó la idea. En compañía de Alexis, el joven marinero, nos trasladamos a una casa cercana. Le llamé al Comandante para invitarlo a almorzar con nosotros. Aceptó. A las 13:00 horas se unió al grupo. Saludó con mucha deferencia a Nina. Con sencillez y emoción, ella le dio las gracias por la prontitud de su respuesta, la eficacia del rescate y la atención que le brindó a sus hijos.

Nos sentamos a almorzar. Mientras los niños jugaban, abordamos el tema del padre detenido. Lo hicimos, claro, con la mayor discreción. Sin embargo, de pronto Henry se acercó a la mesa. "¿De qué hablan?", preguntó. "Sobre la historia y el arte", respondió Castro. "Me estás mintiendo", dijo Henry. Con una amplia sonrisa, el Comandante se rindió a la evidencia y sin más emprendió una cálida conversación con Henry, a la que Nina se sumó gustosa.

Ese día, el periódico oficial de Cuba, el Granma, publicó en primera plana los pormenores del secuestro y el ulterior rescate de los niños. Le pedí a Nina y al Presidente Castro que pusieran sus firmas en un ejemplar. Lo conservo enmarcado, como testimonio de esos días singulares.

Yo tenía que dejar la isla esa misma tarde para acudir a una cita en Houston el viernes. Me disculpé con el Comandante y con Nina. Hacia las 16:00 horas salí de la casa. En un gesto fraternal y generoso, el Comandante ofreció acompañarme al aeropuerto. Nos despedimos en la escalerilla del avión que me condujo a la Ciudad de México.

Antes, todavía en aquella casa de La Habana, le dije adiós a Nina con un sentimiento en el que se mezclaban la emoción y una cierta nostalgia. No obstante, ambos sabíamos que a lo largo de aquellas horas intensas se habían formado lazos indestructibles. Ella, en compañía de sus hijos y de Andrés Antonius, partió a Estados Unidos el viernes 27 por la mañana. Ese mismo día llegaron a Boston. Por la noche Nina y sus hijos estaban, por fin, en casa.





La vida sigue





Henry, Victoria y Nina regresaron al mismo pequeño poblado al norte de Boston. Los niños han vuelto a la escuela. Gracias al empeño de Nina, quien hizo un esfuerzo adicional para pagarles clases particulares, lograron reincorporarse al grupo escolar que habían dejado un par de años antes. Como es lógico, la odisea vivida los ha marcado. Ambos tienen un largo camino por delante. El tiempo y la experiencia les ayudarán a entender el sentido de aquel largo y azaroso viaje, así como a valorar con criterios propios el comportamiento de su padre. Wissa permanece en Cuba, sometido a juicio por el delito de secuestro.

Nina ha vuelto a sus labores de tiempo parcial. Trabaja durante las horas en que los niños están en la escuela. También se ocupa de contar y analizar su historia en diversos foros, para impedir que en el futuro otros sufran una experiencia similar. De vez en cuando converso con ella por teléfono. Me alegra constatar que conserva su entereza y su calidez. No puedo, sin embargo, dejar de percibir en ella los resabios de la intensa zozobra que le tocó vivir.

Hace poco, mientras conversábamos, interrumpió el diálogo:



"Espera un momento porque no veo a los niños. Andan en el jardín y hace un momento estaban junto a un árbol... no los veo. Creo que están atrás del árbol... sí, ahora los veo... ahí están". Nina también tiene, de vuelta a casa luego de su accidentada travesía, un camino por recorrer. Esta vez, la meta es fortalecer los lazos de amor con sus hijos y recuperar la calma. Conociéndola, estoy seguro que recorrerá ese camino armada del entusiasmo y valor que construyó durante esta odisea llena de drama y solidaridad humana.